El único deseo

Sentado en su silla, Miguel esperaba expectante lo que más deseaba. Era un día nublado, y él sabía lo que podía pasar, había pensado en ello desde que se despertó la mañana del jueves pasado, porque tuvo un sueño revelador, y sabía que hoy podía ser el día después de estar tanto tiempo esperándolo. Por eso, estaba preparado para todo, no pensaba desaprovechar ésta oportunidad, le daba igual todo lo demás, sabía lo que quería y no lo iba a dejar pasar así como así. Y es normal que se sintiera así, porque lo había dejado todo para conseguir su objetivo: había sufrido peleas con sus allegados, la exclusión de sus amigos e incluso la expulsión de su centro de estudios por su dejadez, pero nada importaba ahora, todo había pasado y él se había levantado día a día con su cabeza puesta en el que era su único deseo.

Seguía mirando por la ventana, solamente había bajado la guardia unos minutos, para bajar a la cocina y coger algo para comer. Estaba nervioso, su corazón bombeaba mucho más rápido de lo normal, podía sentir cómo sus nervios notaban cómo eran tocados hasta por la más ligera mota de polvo que se posaba sobre su piel, no podía esperar, estaba inquieto, sentía que, si se movía, saldría disparado hacia cualquier dirección, pero debía esperar y ahorrar energías en lugar de malgastarlas en movimientos innecesarios. Recibió varias llamadas, pero no sabía de quién se trataba porque no giró los ojos para mirar el móvil en ningún momento, sólo dejó que su música se apagara segundos después de que empezase a sonar.

Y, entonces, sucedió lo que esperaba:

Empezó a llover.

Y tembloroso, Miguel se levantó de su silla y se puso en marcha.

Cogió su chaqueta impermeable y sus gafas deportivas, se puso sus zapatos de deporte, no le hizo falta nada más, porque se vistió poco después de despertar. Bajó las escaleras hacia la planta baja, entró en el salón, donde sus padres veían tranquilamente la televisión; no se giraron, no hablaron, permanecían en silencio viendo una película. Miguel miró durante unos segundos la pantalla, había visto muchas veces esa película, les gustaba mucho a todos, e incluso se acordaba de cuando él y su padre estuvieron comentándola una tarde entera; "¿cómo se llamaba esta película?", se preguntó Miguel, se esforzó en recordar pero no lo consiguió, lo había olvidado. De todas formas no era importante en estos momentos, debía bajar al garaje y dejar todo listo para salir.

Realmente pocos preparativos eran necesarios: dejar lista la bicicleta, coger su casco y ponerse sus gafas deportivas. La parte que más tiempo podría llevar sería la primera, pero Miguel era precavido, y todos los días la revisaba y reparaba lo que fuese necesario, de modo que la bicicleta estaba impoluta. Cogió la bicicleta, le dio la vuelta, comprobó las ruedas: ¿Presión? Perfecta, ¿Radios? Todos colocados y rectos, ¿Frenos? Listos para la acción. Revisó también que el sillín estuviera bien sujeto, que la cadena girase correctamente y, finalmente, rodó unos metros la bicicleta para saber que estaba todo a su medida, y así era. Abrió la puerta del sótano, llovía a cántaros, no se veía en el cielo otra cosa que no fueran nubes, no había ningún claro a la vista. Se sentó en el suelo y esperó.

Pasaron veinte minutos, nada, seguía sentado mirando el cielo lluvioso; cuarenta minutos, igual; pasada una hora cambió de posición, pero igualmente nada; media hora después le entró un poco de sueño; pero diez minutos después se desveló completamente y su corazón empezó a latir, muy fuerte, tanto, que parecía que se le saldría por la boca, también sintió su estómago, como si tuviera mariposas moviéndose dentro de él.

Porque el cielo se empezaba a abrir por el oeste.

Se levantó de un salto, se puso el casco y las gafas, cogió la bicicleta y salió del garaje como una flecha en dirección a las afueras de su urbanización, concretamente hacia el campo, en busca de caminos más libres que no estorbaran su marcha.

Pocas veces en su vida había estado tan implicado en algo, pedaleó y pedaleó sin parar, quería llegar rápido a las llanuras, donde los edificios no estorbaran su vista. Le vino a la cabeza cómo, hacía un año, perdió aquella oportunidad por haber quedado con sus amigos esa misma mañana, llegó un poco tarde, si hubiera estado diez minutos antes, quién sabe... Desde ese día, notó cómo se introducía en lo más profundo de su ser algo punzante, que le recordaba cada minuto que pasaba lo inútil que fue. Odiaba esa sensación, la había sentido muchas veces en el pasado, pero nada era comparable a esto. Pero de los errores se aprende, y cambió, cambió para evitar cualquier fallo en su plan, se centró, y alejó cualquier distracción de sí mismo. Gracias a ello estaba preparado, y lo agradeció, miró hacia adelante y pedaleó más rápido que nunca a través de la encharcada carretera.

Llegó al puente que había a la salida, era el límite entre su pueblo y el campo, más adelante podría moverse con total libertad, y al subir al punto más alto del puente sabría cuál sería su destino. Empezó a subir la cuesta, siempre le había costado mucho hacerlo completamente sin bajarse de la bici a empujar, pues era una subida un tanto larga y empinada para una bicicleta, sin embargo (y aun sabiendo lo mucho que había entrenado para esto) le sorprendió la facilidad con la que sobrellevó el tramo, pensó estar impulsado por una fuerza divina, tuvo una buena corazonada, y logró pedalear aún más rápido. Se fijaba en el final del puente, cómo se iba haciendo más corto, y a cada pedaleo, se le erizaba la piel cada vez más. Parecía estar en una nube al llegar arriba, y finalmente, oteó el horizonte y lo vio.

El arco iris se encontraba allí, a unos tres kilómetros, y además hacia los cerezos que se encontraban a un poco a la derecha, era el camino más fácil de los que había estudiado. Le saltó una lágrima.

-Puedo conseguirlo-pensó.

Tomó la bajada como un rayo y encaró el camino de la derecha.

Veía su objetivo a lo lejos, pero no le hacía falta guiarse, porque sabía perfectamente cómo llegar, había pasado casi toda su infancia en aquellos campos. Siempre que salían de la escuela, él y Rodri iban allá, a buscar nuevos caminos, comer naranjas, jugar al fútbol con las piñas que habían caído de los árboles... Pasó por delante de una casa abandonada, sabía cómo era ese sitio por dentro, de pequeños habían estado explorándolo, e incluso durante un tiempo fue su centro de juegos. Pero desde que pasó aquello, Miguel no había vuelto a entrar. Y pedaleó mucho más rápido, de forma exacerbada.

Siguió hacia adelante, cada vez el camino estaba peor asfaltado y era más difícil ir rápido. Levantó la vista hacia el cielo, las gotas de agua le nublaban un poco la vista, pero podía ver bien dónde estaba el arco iris, iba por buen camino, y ya quedaba poco para llegar a la recta que llevaba a la arboleda de cerezos.

Bajó la mirada y volvió a ver la carretera, mal asunto, la bici se había salido del camino y había entrado en un terreno, e iba directo hacia un olivo, no le dio tiempo a frenar, la bici golpeó el árbol con violencia, Miguel se pegó en la ingle con el manillar de la bici y cayó al suelo. Se retorció de dolor. Gritó. Le dolía mucho. Iba a demasiada velocidad y el golpe fue muy fuerte. Miró la bici y vio cómo la cadena se había salido. Se tumbó boca arriba y sintió el agua en la cara, seguía lloviendo...

El cuerpo le dolía demasiado, estaba a punto de desmayarse. Pero entonces...

Escuchó una voz.

-"Sigue", le dijo. "¿Qué haces Miguel? Tenemos que irnos".

Miguel no sabía de dónde venía la voz, miró alrededor, pero no vio nada y volvió a tumbarse, "me lo habré imaginado", pensó.

-¡Va Miguel, que sino nos pillará la lluvia y se enfadarán!

Miguel se sentó rápidamente, estaba seguro de que esto no lo había imaginado. Miró la carretera y ahí estaba, era el recuerdo lejano de cómo una parte de sí mismo moría, el motivo del deseo que guardaba durante muchos años, algo que no debió suceder. Sensaciones de rabia, impotencia y tristeza recorrieron su mente, y lloró, no podía contenerse, estaba hundido.

-Muy bien, si no te mueves me voy yo, que siempre me echan la bronca a mí. ¡Y ya estoy harto!

La imagen de su recuerdo se alejaba corriendo, y no quería seguirla, porque sabía lo que ocurría después.

Pegó un puñetazo al suelo, chapoteando mucha agua y barro. Le dolía mucho el cuerpo por la caída, pero cogió valor y se levantó. "Queda poco tiempo, hay que hacerlo", pensó. Puso la cadena de la bici como pudo y se puso en marcha. Le quedaba poco, y casi se desmaya del dolor al pedalear, pero no le importaba, su mente era más fuerte. Emprendió la marcha hacia los cerezos.

Le quedaba solamente una curva y la recta final, fue con mucho cuidado para no caerse otra vez, con esfuerzo giró la curva y allí lo vio: una larga carretera recta hacia un campo de árboles de color rosa, bañado por la lluvia y los rayos de sol que permitía ver las nubes rotas al oeste y en el centro, el comienzo del arco iris. Parecía un lugar de ensueño. Y Miguel pedaleó hacia él, lo iba a conseguir después de tanto tiempo, estaba sucio, mojado, lleno de barro y dolorido, pero ese objeto punzante saldría por fin de su mente y dejaría de mortificarlo, ningún dolor puede ser peor, ni puede haber mayor satisfacción al perderlo de vista.

Finalmente llegó, bajó con dificultad de la bicicleta y la dejó a un lado de la carretera, entró en la arboleda. Era primavera, de modo que los cerezos estaban espléndidos, de lejos eran bonitos, pero de cerca eran lo más bello que había visto Miguel nunca. Sin embargo lo que a su vez era bello, también hacía que no se pudiera guiar e ir hacia donde quería exactamente, puesto que la arboleda estaba tan bien cuidada y florecida que no se podía ver más allá de sus hojas. Pero no le hacía falta, desde la lejanía en la recta carretera vio que el arco iris se situaba en el centro de la arboleda, y por allí había entrado antes, y trataría de caminar todo lo recto que pudiera para no perderse.

Caminó hacia adelante lenta y cuidadosamente, tratando de silenciar el dolor que le provocaba sortear las piedras de considerable tamaño que se cruzaban en su camino. Sólo desviaba la mirada del camino para mirar embelesado cómo el cálido sol del atardecer bañaba las flores de cerezo.

Oyó de nuevo la voz de antes...

-Eh, ¿qué te pasa?

Miguel y Rodri estaban sentados el uno junto al otro bajo uno de los cerezos a la salida de la arboleda. Miguel lloraba.

-Nada... -dijo Miguel .
-Piensas en la abuela, ¿verdad?

Miguel calló. Rodri resopló.

-Estoy harto de tantos lloriqueos.
-Pero... No volveremos a verla... ¿No te pone triste?
-No, porque no es verdad, podemos verla cuando queramos.
-¿Qué dices? ¿Cómo?

Rodri sonrió.

-Cuando se puso mala yo también lloré. Pero la abuela me dijo que no pasaba nada, que si moría, siempre podía ir a verla.
-¿Dónde?
-Al comienzo de un arco iris. Ella dijo que allí van todos nuestros seres queridos.
-¿De verdad? Pero no podremos alcanzarlo nunca.
-Sí podremos. Cuando seamos mayores seremos grandes y fuertes, y llegaremos a tiempo siempre que queramos verla.

Rodri empezó a caminar por la carretera. Miguel se levantó, y lo siguió hasta estar a su altura. Caminaron los dos por la carretera hasta que Miguel paró y miró a Rodri.

-Rodri... Tú...
-¿Hm?
-Tú... Y yo... ¿También iremos allí cuando muramos?
-Claro, nosotros estaremos...

Miguel encontró un claro rodeado por varios cerezos, vio el arco iris, había llegado a su destino.

-Allí-dijo Miguel.

Miguel avanzó unos cuantos metros, el dolor lo consumía, pero había llegado, eso era lo importante. Se acercó al arco iris cojeando, justo cuando estaba a un metro, cayó de rodillas. Sólo tenía que levantar la mirada para poder ver a quien deseaba, aquél que lo abandonó injustamente de niño y que copaba sus pensamientos todas las mañanas desde ese día. Deseaba verlo, y pedirle perdón, porque si no fuera por él, quizás no se habría ido.

-Rodri, ¿estás ahí?-dijo Miguel, arrodillado y exhausto.

Alzó la mirada, lo único que vio fue la base del arco iris, era precioso, pero no había nada.

-¿Rodri...?

Allí no había nada.

-¿Dónde... Estás? ¿Y dónde está la abuela?

Pero allí no había nada.

Miguel, desesperado, se acercó como pudo, traspasó el arco multicolor, dio la vuelta, miró incontables veces alrededor, hacia arriba, se puso a rezar abriendo los ojos unos segundos después y mirando el arco, lloró, imploró a quien fuera que le dejase ver a su hermano, pero no hubo contestación.

Miguel notó cómo aquel objeto punzante se introdujo aún más, mirando hacia el cielo, gritó de dolor. Cada vez se notaba más y más aquella sensación, retorciéndose aún más, pero al final, no pudo aguantarlo más. Y se desmayó.

Poco después, una nube se interpuso entre el sol y la tierra, y el arco iris desapareció.


































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